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−Ojalá sea verdad −fue lo más optimista que se me ocurrió pensar en ese momento −que sea verdad eso de que justo antes de morir, uno repasa como en un video clip frenético los momentos más importantes de su vida; Porque yo estaba viendo manchas de sangre en mi pantalón y el tránsito de la avenida Córdoba en hora pico, y eso quería decir, no sólo que todavía estaba vivo; sino que si no hacía algo urgente, un/otro auto desprevenido, podía pasarme definitivamente por encima.

Mientras un colectivo frenaba a tiempo para no retorcer las ruedas de mi bicicleta, y yo, inmóvil en medio de la avenida pretendía que todo fuera un simple malentendido, empezaron a amontonarse curiosos en la vereda que me señalaban con cara de noticiero y me desparramaban a los gritos sugerencias contradictorias todas entre sí: "Flaco, salí de la calle!"; "No! quedate como estás y no te levantes"; "Ponete rodajas de tomate sobre las quemaduras" me pareció escucharle a una vieja; "Que alguien haga algo!" exigía una solterona fea; y otras desesperaciones igual de inútiles. Mientras la gente seguía gritando y más autos seguían frenando a mi alrededor, yo miraba todo con ese miedo que aparenta serenidad y registraba imágenes que −ahora sé− no voy a olvidar nunca. Y si tengo que elegir una favorita, no lo dudo, es la de la camioneta blanca que −más asustada que yo− esquivó varios autos nerviosa y escapó culpable del lugar. Lo recuerdo bien: mientras escupía pequeños pedazos de dientes y empezaba a reconocer dolores en huesos y articulaciones de todo el cuerpo, fijé la mirada en la camioneta que escapaba torpe y pensé para el que la manejaba: Tu vida acaba de cambiar para siempre y nadie escapa para contarlo.

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Lo bueno de ser el protagonista-víctima de un accidente de tránsito, es la posición de observador privilegiado imposible de imitar de otra manera. Ves por primera vez lo que todos son y nunca nadie puede ver. Ves a todos aquellos que enseguida quieren ser parte de la historia desde el lugar del curioso calificado y nunca desde alguien realmente preocupado por vos. Ellos no son el automovilista que ahora escapa deseando que nadie haya tomado su número de patente; tampoco son el camillero que con urgencia y delicadeza debe colocarme el cuello ortopédico y llevarme hasta la guardia; y mucho menos son los que por los próximos días van a tener que convertir sorrentinos y huevos duros en los bocados más chicos que mi mandíbula pueda soportar. No, ellos son espectadores casuales con ansias de participación; son los que ven a un accidentado y aseguran haber visto el accidente; ellos son lo que menos importa de la historia pero los que se adjudican el derecho de reinventarla evidenciando los prejuicios sociales más arraigados: “Fue el colectivo”, era la sentencia que repetían mientras yo a sus pies necesitaba ayuda práctica y urgente, “Fue el colectivo, ¡yo lo vi!” se animaban los que ya estaban cebados captando la atención de los que recién llegaban.
Los curiosos no soportan ser el relleno prescindible de un acontecimiento trágico, lo rechazan con desesperación y como su limitada capacidad de improvisación se los permita; rechazan a los gritos la opción de aparecer en los créditos finales dentro de una lista sin nombre de personaje o rol social que los categorice. El curioso −por el simple hecho de ser curioso− pretende más de lo que tiene, como un estudiante de teatro al que sólo llaman para extra en publicidades de galletitas.

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De las preguntas que me empezaron a hacer en la guardia, la más difícil de responder fue quizás la más tonta: ¿A quién querés que le avisemos?
Repasé una lista de familiares y amigos posibles, tratando de esquivar lo inevitable, un resignado: “Llamen a mi vieja”.
Me cuesta aceptar que para los hospitalizados de las series de FOX, siempre hay una abuela con olor a panadería que teje una bufanda y no habla mucho, o un grupo de amigos que caen de madrugada con algo de marihuana, o hasta una novia reciente y tetona que te propone sexo oral para matar el rato entre rayos y traumatología. Pero no; en la vida real las personas tenemos madres, madres capaces de irrumpir en la recepción de la clínica a los gritos, todas despeinadas y, ¡Ay! en jogging y pantuflas.

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Con dos pedazos de dientes de menos y cuatro puntos de más, con moretones en la cara y raspaduras por todo el cuerpo, aún así entiendo que lo importante de la historia sos vos; que desprevenido, ansioso y medio pelotudo, por llegar cuatro metros antes a tu casa, conseguiste que yo ahora tenga que sacar turno en odontología para una reconstrucción dental. Vos, que por zigzaguear de más, pusiste todos los proyectos que tengo para mi vida en suspenso por unos segundos. Un giro de más y yo ahora estaría en terapia intensiva intentando recuperar algo de movilidad y autonomía; otro giro de más y no habría vivido para bloguearlo.

Luego, una mala decisión te transformó de imprudente en idiota. Escaparse siendo el culpable de un accidente que pone en riesgo la vida de una persona no es siquiera de alguien malo, es de una persona que aún no aprendió a vivir. Pero claro, las escuelas primarias están ya muy ocupadas con las cadenas montañosas de Italia, no molestemos con el biocentrismo y la integración.

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Te escapaste tan rápido que ni siquiera pudiste enterarte qué pasó finalmente conmigo. Te escapaste de la culpa inmediata pero ahora te persigue el temor de enterarte de algo trágico por los noticieros de los próximos días y que una citación judicial pase por debajo de tu puerta durante las próximas semanas y que tus vecinos te empiecen a saludar distinto durante los próximos meses... y si nada de eso sucede, mucho peor, nunca te vas a enterar si yo terminé cuadripléjico o mogólico o ciego… y claro que ese es tu peor castigo.

No el accidente, sino una decisión estúpida, hizo que tu vida ahora cargue con la culpa de una tragedia inconclusa. Y hay algo que todavía no viste pero que vas a entender durante angustias de domingo de tus próximos años, y te puedo dejar un adelanto: La peor decisión de un cobarde, es el miedo; y la peor compañía del miedo, es el silencio.

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